Hace algunos años cuando por estudios vivía en la capital
Quito estaba en el hospital y observe a un patrullero de la policía nacional de
este bajaba un individuo ensangrentado casi que calcinado emanaba un hedor a
carne quemada, luego de varias semana me entere de este hecho:
HISTORIA DE UN LINCHAMIENTO EN
CAYAMBE
El negro Quiñones murió a manos de una turba enloquecida en
Ecuador.
La multitud comenzó a congregarse sobre las 8.30 de la
mañana.Venían calientes. Llevaban todo el fin de semana, desde que supieron que
lo habían detenido, quemándose la sangre, azuzando el ansia de venganza
reprimido durante meses y años.
«Saquen al negro Quiñones», gritan a la policía. En la
estación hay 14 agentes, preocupados por la tensión que crece a cada minuto.
-«¡Saquen al negro!».
El comandante del puesto, el coronel César Espinosa, reparte
a sus hombres por el recinto. A cuatro los aposta en el tejado, armados de
bombas lacrimógenas. Desde esa altura, el cabo Flores divisa las montañas que
rodean el municipio de Cayambe, a hora y media de Quito, un pueblo agrícola,
tranquilo hasta esta mañana soleada de lunes. A otros cinco los envía a proteger
el portón principal, donde se agolpan más vecinos. Al resto, en la puerta
lateral, golpeada con insistencia por una muchedumbre de indígenas y mestizos,
hombres y mujeres dispuestos a tomarse de una vez por todas la justicia por su
mano.
Pasan los minutos y la multitud crece. Quinientos,
setecientos, mil, mil quinientos. Muchos van armados de palos, varillas,
piedras.
«¡Abran!», insisten enfurecidos.
Una india de edad mediana grita con más fuerza que los
demás.Alguien comenta que es la madre de una adolescente de 15 años, víctima de
la brutalidad de Quiñones. No contento con violarla, le cortó con una navaja
los pezones. No le denunciaron. Como el resto de sus víctimas, temían las
represalias que él mismo les había anunciado. «Si van a la policía, las mato».
Ahora era su turno.
«NEGRO MATON»
Sobre las 11 de la mañana, hartos de la espera, alguien saca
una barra de hierro y abre un boquete en la puerta de latón de la comisaría.
Otros le imitan y en cuestión de minutos tiran abajo el portón y la valla. Desde
el tejado, los agentes lanzan gases lacrimógenos. Nadie retrocede. Siguen hasta
el calabozo y lo fuerzan.
Sacan a Quiñones a empujones, patadas y bofetadas. «Negro
matón, negro violador», vociferan. Una joven le pasa un cuchillo al reo. Él lo
empuña con rabia y lanza unas puñaladas al viento.«Les conozco, cuando salga,
los mato».
La madre de la niña le contesta. «Hoy mueres porque mueres;
de ésta no te salvas».
Esta vez las amenazas del asesino, tantas veces efectivas,
no surten efecto. En segundos, decenas de manos y brazos lo desarman.La policía
intenta inútilmente recuperar a su preso.
La turba le arrastra al patio y luego a la calle. Aparece un
bidón de gasolina y entre varios le rocían. Otros siguen golpeándolo.Más gases
desde el tejado que resultan inocuos ante la masa iracunda.
Una cerilla y Quiñones arde en llamas. El delincuente aún
tiene fuerzas para levantarse. Señalando con el dedo a sus justicieros, les
espeta: «Cuando salga de ésta los voy a matar».
Jugándose la vida, los agentes logran acercarse al herido y
en volandas lo meten en una furgoneta. A toda velocidad llegan al hospital
local, a nueve manzanas.
La médico le venda la cabeza, porque le han desprendido
parte del cuero cabelludo. Quiñones no se queja una sola vez. Él mismo se
arranca los jirones de piel seca. A los cinco minutos llegan los vecinos. Piden
que les devuelvan su trofeo.
«Esto es un hospital del pueblo, de todos ustedes. Váyanse»,
implora un empleado. Nadie le presta atención. Sólo le hacen caso cuando les
suplica que no pinchen las ruedas de las ambulancias, como pretenden hacer para
impedir que sea trasladado a Quito.
Pronto rodean la sala de urgencias. Dan manotazos a puertas
y ventanas para que les abran. Rompen rejas y vidrios. El escaso personal
médico y los dos agentes que custodian al preso comprenden que no pueden frenar
la ira colectiva, que destrozarán los equipos.Quitan el pestillo y ven a cuatro
chicos entrar como locos con una camilla. Quiñones se incorpora y les señala
con el dedo, en actitud amenazante. Más de uno piensa que está ante un
endemoniado o un drogadicto; de otra manera no podría resistir tanto
sufrimiento.
42 VIOLACIONES
Nada más sacarlo de nuevo a la calle, cientos de personas lo
rodean. Lo tiran al asfalto, lo atan los pies con una soga y le arrastran hasta
el estadio municipal, a unos 400 metros. Fue su último trayecto en el pueblo,
centro de una región en donde violó a 42 mujeres y hombres, donde asesinó,
atracó, fue detenido 11 veces pero sólo dos encarcelado; donde demostró una
habilidad sin límites para burlar a la policía, para atemorizar tanto a sus
víctimas que ninguna se atrevió nunca a denunciarlo. En ese final recorrido
recibe más patadas, palazos, puñetazos.
Frente a la pared verde, decorada con el lema del
patrocinador del coliseo, «El color es la vida», vuelven a regarlo con
gasolina.Prenden una llama pero el hombre logra zafarse, dando vueltas en la
tierra. Con cada giro se deja un pedazo de piel, un trozo de carne.
Llega de nuevo la policía, dispuesta a salvar al moribundo.
Con el estómago revuelto, conteniendo las lágrimas de rabia y asco, consiguen
su propósito. Forman un círculo alrededor del torturado, que sigue
revolcándose, sin emitir un solo gemido.
Cuando sienten que han asegurado su posición, se abren paso
y meten a Quiñones en la camioneta para salir disparados hacia la capital.
En el trayecto, en ocasiones se acuesta y a veces se
sienta.No puede ver. Le han reventado un ojo y el otro lo tiene cerrado por los
golpes. Apenas le queda piel. A pesar de todo, se siente seguro.
Reconoce la voz de los policías. «Al hospital», ordena.
«Agua», pide con insistencia.
Cuando llegan, el despojo humano aún tiene fuerzas para dar
unos pasos. La gente que le ve entrar mira horrorizada un cadáver andante,
cubierto de sangre y polvo, de un color blanquecino.Poco después, se desploma.
A las 15.25 de la tarde, expira.
«Nadie hubiera resistido ese martirio, una agonía de cinco
horas», comentó con tristeza el cabo Flores. «Era corpulento y demasiado
fuerte».
Para otros sólo su condición demoniaca le permitió
sobrevivir a tanta tortura. La Fiscalía investigará los hechos aunque será
difícil que puedan encausar a los cientos de culpables. «Yo me uní por
solidaridad», dice un indígena que asistió a la carnicería con su hija de
cuatro años de la mano. «Hay que estar a las duras y las maduras con todos».
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