Surgat

jueves, 29 de junio de 2017

LINCHAMIENTO

Hace algunos años cuando por estudios vivía en la capital Quito estaba en el hospital y observe a un patrullero de la policía nacional de este bajaba un individuo ensangrentado casi que calcinado emanaba un hedor a carne quemada, luego de varias semana me entere de este hecho:


HISTORIA DE UN LINCHAMIENTO EN

 CAYAMBE



El negro Quiñones murió a manos de una turba enloquecida en Ecuador.
La multitud comenzó a congregarse sobre las 8.30 de la mañana.Venían calientes. Llevaban todo el fin de semana, desde que supieron que lo habían detenido, quemándose la sangre, azuzando el ansia de venganza reprimido durante meses y años.

«Saquen al negro Quiñones», gritan a la policía. En la estación hay 14 agentes, preocupados por la tensión que crece a cada minuto.

-«¡Saquen al negro!».

El comandante del puesto, el coronel César Espinosa, reparte a sus hombres por el recinto. A cuatro los aposta en el tejado, armados de bombas lacrimógenas. Desde esa altura, el cabo Flores divisa las montañas que rodean el municipio de Cayambe, a hora y media de Quito, un pueblo agrícola, tranquilo hasta esta mañana soleada de lunes. A otros cinco los envía a proteger el portón principal, donde se agolpan más vecinos. Al resto, en la puerta lateral, golpeada con insistencia por una muchedumbre de indígenas y mestizos, hombres y mujeres dispuestos a tomarse de una vez por todas la justicia por su mano.

Pasan los minutos y la multitud crece. Quinientos, setecientos, mil, mil quinientos. Muchos van armados de palos, varillas, piedras.

«¡Abran!», insisten enfurecidos.

Una india de edad mediana grita con más fuerza que los demás.Alguien comenta que es la madre de una adolescente de 15 años, víctima de la brutalidad de Quiñones. No contento con violarla, le cortó con una navaja los pezones. No le denunciaron. Como el resto de sus víctimas, temían las represalias que él mismo les había anunciado. «Si van a la policía, las mato». Ahora era su turno.

«NEGRO MATON»

Sobre las 11 de la mañana, hartos de la espera, alguien saca una barra de hierro y abre un boquete en la puerta de latón de la comisaría. Otros le imitan y en cuestión de minutos tiran abajo el portón y la valla. Desde el tejado, los agentes lanzan gases lacrimógenos. Nadie retrocede. Siguen hasta el calabozo y lo fuerzan.

Sacan a Quiñones a empujones, patadas y bofetadas. «Negro matón, negro violador», vociferan. Una joven le pasa un cuchillo al reo. Él lo empuña con rabia y lanza unas puñaladas al viento.«Les conozco, cuando salga, los mato».

La madre de la niña le contesta. «Hoy mueres porque mueres; de ésta no te salvas».

Esta vez las amenazas del asesino, tantas veces efectivas, no surten efecto. En segundos, decenas de manos y brazos lo desarman.La policía intenta inútilmente recuperar a su preso.

La turba le arrastra al patio y luego a la calle. Aparece un bidón de gasolina y entre varios le rocían. Otros siguen golpeándolo.Más gases desde el tejado que resultan inocuos ante la masa iracunda.

Una cerilla y Quiñones arde en llamas. El delincuente aún tiene fuerzas para levantarse. Señalando con el dedo a sus justicieros, les espeta: «Cuando salga de ésta los voy a matar».

Jugándose la vida, los agentes logran acercarse al herido y en volandas lo meten en una furgoneta. A toda velocidad llegan al hospital local, a nueve manzanas.

La médico le venda la cabeza, porque le han desprendido parte del cuero cabelludo. Quiñones no se queja una sola vez. Él mismo se arranca los jirones de piel seca. A los cinco minutos llegan los vecinos. Piden que les devuelvan su trofeo.

«Esto es un hospital del pueblo, de todos ustedes. Váyanse», implora un empleado. Nadie le presta atención. Sólo le hacen caso cuando les suplica que no pinchen las ruedas de las ambulancias, como pretenden hacer para impedir que sea trasladado a Quito.

Pronto rodean la sala de urgencias. Dan manotazos a puertas y ventanas para que les abran. Rompen rejas y vidrios. El escaso personal médico y los dos agentes que custodian al preso comprenden que no pueden frenar la ira colectiva, que destrozarán los equipos.Quitan el pestillo y ven a cuatro chicos entrar como locos con una camilla. Quiñones se incorpora y les señala con el dedo, en actitud amenazante. Más de uno piensa que está ante un endemoniado o un drogadicto; de otra manera no podría resistir tanto sufrimiento.

42 VIOLACIONES

Nada más sacarlo de nuevo a la calle, cientos de personas lo rodean. Lo tiran al asfalto, lo atan los pies con una soga y le arrastran hasta el estadio municipal, a unos 400 metros. Fue su último trayecto en el pueblo, centro de una región en donde violó a 42 mujeres y hombres, donde asesinó, atracó, fue detenido 11 veces pero sólo dos encarcelado; donde demostró una habilidad sin límites para burlar a la policía, para atemorizar tanto a sus víctimas que ninguna se atrevió nunca a denunciarlo. En ese final recorrido recibe más patadas, palazos, puñetazos.

Frente a la pared verde, decorada con el lema del patrocinador del coliseo, «El color es la vida», vuelven a regarlo con gasolina.Prenden una llama pero el hombre logra zafarse, dando vueltas en la tierra. Con cada giro se deja un pedazo de piel, un trozo de carne.

Llega de nuevo la policía, dispuesta a salvar al moribundo. Con el estómago revuelto, conteniendo las lágrimas de rabia y asco, consiguen su propósito. Forman un círculo alrededor del torturado, que sigue revolcándose, sin emitir un solo gemido.

Cuando sienten que han asegurado su posición, se abren paso y meten a Quiñones en la camioneta para salir disparados hacia la capital.

En el trayecto, en ocasiones se acuesta y a veces se sienta.No puede ver. Le han reventado un ojo y el otro lo tiene cerrado por los golpes. Apenas le queda piel. A pesar de todo, se siente seguro.

Reconoce la voz de los policías. «Al hospital», ordena. «Agua», pide con insistencia.

Cuando llegan, el despojo humano aún tiene fuerzas para dar unos pasos. La gente que le ve entrar mira horrorizada un cadáver andante, cubierto de sangre y polvo, de un color blanquecino.Poco después, se desploma.

A las 15.25 de la tarde, expira.

«Nadie hubiera resistido ese martirio, una agonía de cinco horas», comentó con tristeza el cabo Flores. «Era corpulento y demasiado fuerte».

Para otros sólo su condición demoniaca le permitió sobrevivir a tanta tortura. La Fiscalía investigará los hechos aunque será difícil que puedan encausar a los cientos de culpables. «Yo me uní por solidaridad», dice un indígena que asistió a la carnicería con su hija de cuatro años de la mano. «Hay que estar a las duras y las maduras con todos».


No hay comentarios:

Publicar un comentario